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POEMA A LA VIRGEN DE Dña. TERESA RUBIRA

PARA NUESTRA SEÑORA DE LA SOLEDAD

 

Por la calle siembran huellas los cirios procesionados.

 

Heridos van los tambores, y la tarde se ha bordado

con esmeradas mantillas y vestidos enlutados.

 

Pasión, que Pasión camina, desde la Iglesia al Calvario,

del  Huerto de Los Olivos, a la Cruz. Cristo azotado

en los Pasos  que se mecen sobre los hombros cansados.

 

El compás de las trompetas  un sendero le ha trazado

        por donde  viste agonía su recorrido Sagrado.

 

Y allí le espera María, ¡deshecha de puro llanto!

 

Con su amargura recorre, cada esquina, cada barrio,

a la busca de un Encuentro, ¡al deseo de ayudarlo!

A retener en  su alma, el Rostro Santo, grabado.

 

Puñales lleva en el pecho. En la garganta, un quebranto.

Y la noche, estremecida, cubre a los dos con su manto.

 

Él, coronado de espinas, la mira con tal desgarro,

que  un mar, en lágrimas, corre,  por el Rostro Inmaculado.

 

“No llores, Madre” —le dice, su Cristo, roto y cansado,

y la Virgen, en su pena, suplica, ¡y tiende las manos!

 

“Jesús, mi Jesús”— susurra— ¡Dame tu cruz!, ¡yo la cargo!

No será peso más grande, que un Hijo crucificado”.

 

Por la calle brillan perlas, de Pasos  procesionados.

 

Lágrimas son, de una Madre. ¡La SOLEDAD le llamamos!

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